Un Paseo, Un Refresco y… Un Mojón Inolvidable

Era una tarde templada de primavera. La ciudad vibraba con el murmullo de turistas y locales, entre fachadas históricas y callejuelas que guardaban secretos en cada esquina. Una pareja, Laura y Marcos, paseaba tranquilamente, dejándose llevar sin rumbo por el encanto urbano. Habían estado caminando durante más de una hora, sacando fotos, comentando curiosidades y dejándose contagiar por el ambiente relajado.

—¿Nos sentamos? —preguntó Marcos, señalando una terraza con sombrillas coloridas.

—Por favor, mis pies están negociando una tregua —respondió Laura, dejándose caer en una silla con alivio.

Pidieron un par de refrescos y se sumieron en esa calma que solo se encuentra cuando uno pausa la marcha sin culpa. Las burbujas del agua con limón parecían bailar al ritmo de la charla despreocupada.

Pero la armonía no duró.

A unos metros, un hombre entraba en escena acompañado de un perro de proporciones épicas. El animal tenía la mandíbula flácida y espesa baba blanca que colgaba como estalactita viviente, agitándose como si tuviera vida propia.

El dúo caminaba sin dirección, hasta que, justo al pasar a escasos centímetros de la mesa de Laura y Marcos, el perro decidió detenerse… y hacer lo suyo.

Y no era cualquier cosa.

Una montaña de excremento emergió como una escultura grotesca en plena acera. El olor se desplegó en segundos, atacando narices inocentes con saña. Marcos casi deja caer su vaso.

—¿¡Qué demonios!? —exclamó, revolviéndose en la silla.

—¡Está a diez centímetros de mi bolso! —gimió Laura.

El hombre, lejos de inmutarse, sacó una bolsa y recogió el "mojón" con indiferencia, dejando una marca oscura en el suelo como recordatorio eterno del incidente.

—¡Pero esto es una barbaridad! —gritó Marcos, indignado.

El tipo solo se encogió de hombros y siguió su camino como si nada.

La pareja no podía creerlo. En ese momento, la camarera se acercó con una expresión mitad divertida, mitad resignada.

—Ese perro… Thor. Ya ha hecho esto en tres terrazas distintas. Algunos clientes hacen apuestas.

—¿Y nadie hace nada? —preguntó Laura, aún con la cara arrugada por el olor.

—El ayuntamiento dice que está en vigilancia. Aunque no muy efectiva, como pueden ver.

Les ofrecieron otra ronda gratis, como consuelo. Mientras Marcos se quejaba de cómo habían arruinado su paseo y Laura buscaba servilletas para envolver su bolso cual zona contaminada, un nuevo caos se desató.

Desde la misma esquina apareció Thor otra vez, liberado de toda autoridad. Al ver una bolsa de basura cerca de la pareja, se lanzó con entusiasmo. En su torpeza, tiró una silla y derramó otro refresco.

—¡Regresa, Thor! ¡No te comas eso! —gritó una voz.

Una mujer con chaleco reflectante, silbato en mano y expresión decidida llegó corriendo.

—¡Ahí estás! Este perro no pertenece a ese hombre. Escapa cada vez que lo suelta. Soy de control animal.

La pareja la miró, incrédula.

—¿Entonces…?

—Un paseador clandestino. Cobra a dueños para dejar que los perros vivan “experiencias urbanas libres”. Pero se salta todas las normas.

La mujer se llevó al perro. Poco después, llegaron operarios municipales para limpiar la acera, borrar rastros y devolver dignidad al pavimento.

Laura y Marcos, exhaustos, pero riéndose a carcajadas de lo surrealista del día, pidieron algo más fuerte que un refresco.

—¿Sabes? Esto no fue solo un paseo —dijo Marcos alzando su vaso.

—Fue una prueba de paciencia urbana —respondió ella, brindando.

Y así, entre babas, mojones y un vaso derramado, se llevaron a casa una historia que contarían en cada cena con amigos. Porque la ciudad nunca decepciona… aunque a veces lo haga con olor incluido.

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