EL CHINO

 

Chén Zimó se había levantado temprano. Tenía los ojos enrojecidos y bostezaba constantemente camino de su trabajo. Apenas había amanecido, pero él quería llegar temprano porque tenía mucho trabajo pendiente antes de abrir para sus clientes.

Mientras caminaba pensaba que la vida le había tratado muy bien. Había llegado a España procedente de China hacía ya 3 años, animado por algunos parientes que llegaron antes que él y que le habían hablado de las grandes posibilidades que ofrecía el país para alguien que estuviera dispuesto a poner tiempo, trabajo, empeño y dedicación.

Cuando llegó a España trabajó en varias tiendas de sus parientes, aprendió el negocio, aprendió algo de castellano, ahorró dinero y, cuando pudo, se instaló por su cuenta, invirtiendo todo su dinero y mucho más que le prestaron sus parientes.

La tienda iba muy bien, ya tenía clientes habituales y otros tantos que entraban de cuando en cuando, con todos ellos podía entenderse en castellano, porque había conseguido manejar un vocabulario básico y las palabras que no conocía las deducía por el contexto. Le costó bastante aprender el idioma, especialmente complicado le parecía pronunciar las erres, ese extraño sonido del idioma que decían que procedía del vasco y que pronunciaban mal todos los extranjeros. Aprendió de sus parientes y de otros chinos residentes que podía cambiar el sonido erre, impronunciable, por el sonido ele, mucho más accesible, y así lo hizo, comprobando, para su satisfacción, que los españoles le entendían muy bien, así que no se esforzó en adelante en intentar pronunciar la erre.

Chén Zimó era joven, 32 años recién cumplidos, tenía su propio negocio que funcionaba bien, ya casi había devuelto el dinero que le habían prestado sus parientes, trabajaba mucho y muchas horas porque hasta el momento no había querido permitirse ningún empleado, pero eso no le pesaba; vivía solo en un piso alquilado, era soltero, comía de todo y todo le sentaba bien y el único nubarrón que empañaba su azul horizonte era que no podía dormir.

Y no podía dormir porque a su vecino Curro le gustaban los animales. Su casa era casi un zoo. Tenía varias aves de diferentes tamaños y colores, muchos peces que nadaban incansablemente en 2 acuarios, varias tortugas, 2 gatos y 3 perros, pero ¡que perros!, parecían 33.

Curro era hostelero, tenía un pub que abría sobre las 8 de la tarde y cerraba cuando el último cliente decidía irse, eso acontecía sobre las 3 de la mañana en invierno y sobre las 5 ó 6 de la mañana en verano.

Durante todo ese tiempo los animales que tenía en casa se quedaban solos, las aves solían dormir por la noche o revoloteaban un poco, los peces nadaban, las tortugas no, y los perros ¡ ¡ai los perros! se dedicaban toda la noche a correr por la casa jugando, a perseguirse jugando, a pelearse jugando y jugaban a saltar, todo ello acompañado de muchísimos ladridos y otros ruidos diversos. Luego, cuando se cansaban, se ponían a dormir casi todo el día, y cuando Curro volvía de trabajar los encontraba relajados y dormidos y se sorprendía de lo tranquilos que eran.

Pero esos ladridos interminables era lo que impedía que Chén Zimó conciliara el sueño, y, como eso pasaba todos los días, no dormía nunca, tenía grandes ojeras que crecían con el paso de los días, su carácter dulce y tranquilo se estaba agriando, se sentía muy desgraciado y desesperado. No sabía qué hacer, pensó en hablar con su vecino Curro, pero no quería molestarlo.

Después de muchos días de dormir poco y pensar mucho se decidió. Fue a hablar con Curro y le contó que sus perros no le dejaban dormir por la noche. Pero eso no puede ser, le respondió Curro, mis perros son muy buenos, cuando llego a casa cada día me los encuentro durmiendo y así se pasan todo el día, hasta tengo que despertarlos para sacarlos un rato a la calle para que hagan sus cosas.

Chén Zimó comprendió que Curro no iba a hacer nada para acabar con los ladridos y permitirle dormir, así que empezó a pensar en otras soluciones. En la televisión anunciaban diversos somníferos y decidió comprar alguno. Luego pensó que esos productos podrían tener contraindicaciones y se frenó. Después de darle muchas vueltas, se le ocurrió pedir cita en el centro de salud de su barrio para que su médico de cabecera le aconsejara sobre qué producto le convenía tomar.

Cuando llegó al centro de salud había varias personas sentadas en la sala de espera, se sentó él también y esperó a que lo llamaran. Al cabo de un rato sonó su nombre por el altavoz, se levantó y entró en la consulta. El médico estaba buscando su historial en el ordenador y sin mirarlo le dijo que se sentara y le preguntó que qué le pasaba. Chén Zimó se aclaró la garganta y con su mejor castellano dijo. “los pelos del culo no me dejan dolmil”, el médico, sorprendido, volvió la cabeza hacia él y lo miró fijamente, intentando dilucidar si le estaba tomando el pelo o no, y al ver a Chén Zimó mirándolo sonriente, pensó que si y le contestó: “pues aféiteselos, ¡guarro!”.

Ahora era Chén Zimó el que estaba sorprendido, no había entendido bien la respuesta del médico. La palabra “aféiteselos” no la conocía, tal vez porque él era barbilampiño, y la palabra “guarro” si la entendió a causa de un pasado incidente muy desagradable que había vivido; así que pensó que el médico, de alguna manera, le estaba insultando, porque seguramente participaba, como muchos españoles, de una ideología animalista y le había molestado que le hubiera expuesto tan crudamente una queja sobre animales.

Así que, dándolo todo por perdido, se levantó con ademán de marcharse y con un hilillo de voz intentó un último argumento que diera solidez a su posición: “los pelos del culo sel glandes”

A lo que el médico, perdida la paciencia, respondió gritando: ¡¡¡Fuera de aquí!!!

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