El Enigma de las Virutas y el Paseador de Perros
Paco contemplaba su nueva pérgola de aluminio con la satisfacción de un emperador
romano, hasta que bajó la vista al suelo. Los instaladores habían dejado un rastro de
pequeñas esquirlas metálicas, restos del corte de los perfiles, que brillaban como confeti
industrial.
—"Nada que una fregona no arregle"— pensó Paco.
Tras un par de pasadas enérgicas, el cubo rebosaba de agua gris y fragmentos de metal.
Sin pensarlo dos veces, Paco se dirigió al baño y vació el contenido en la taza del wáter.
Pulsó el botón con la elegancia de quien despacha un problema para siempre.
El desastre se hizo presente
El agua bajó con fuerza, pero las virutas de hierro, obedeciendo a las leyes de la
gravedad y la densidad que Paco había olvidado desde el instituto, se quedaron allí,
depositadas en el fondo de la porcelana blanca. Brillaban de forma burlona. Volvió a
tirar de la cadena. Nada. El metal pesaba más que su paciencia.
Paco se quedó mirando el fondo del abismo. La solución era obvia pero aterradora:
tenía que meter la mano. —"Ni por todo el oro del mundo"— se dijo, sintiendo una
arcada preventiva. Sus dedos, acostumbrados a acariciar pantallas táctiles y lomos de
libros, no estaban diseñados para explorar las profundidades del sifón.
Necesitaba un héroe. Alguien con el umbral del asco bajo mínimos. Alguien curtido en
la gestión de residuos orgánicos. Y entonces, a través de la ventana, lo vio: El Elegido.
En la acera de enfrente, un hombre caminaba con paso firme mientras manejaba las
correas de tres mastines de aspecto jurásico. En ese preciso instante, uno de los perros
se detuvo, arqueó el lomo y depositó un "recuerdo" del tamaño de un pan de kilo. El
dueño, con una naturalidad envidiable, sacó una bolsa, metió la mano y recogió el
tesoro sin pestañear.
Paco salió a la calle como si le fuera la vida en ello.
—¡Perdone! ¡Oiga, caballero!— gritó Paco jadeando.
El dueño de los perros se detuvo, rodeado por tres lenguas jadeantes.
—Dígame— respondió el hombre con calma.
—Mire... es una petición un poco extraña, pero he visto su pericia... su... falta de
prejuicios táctiles, por así decirlo. He tirado unos residuos metálicos al wáter por error y
no hay forma de que bajen. No puedo meter la mano, me da un asco insoportable.
Usted, que está acostumbrado a... bueno, a recoger los mojones de estas bestias y a
limpiarles el trasero cuando la cosa se pone fea... ¿podría subir un momento a mi casa y
meter la mano en mi taza para sacar el metal? Le pago lo que quiera.
El Trato de la Porcelana
El paseador, un hombre con la mirada curtida y una paciencia infinita, se quedó
pensativo mientras sus tres perros lo rodeaban como guardaespaldas.
—Está bien —dijo el hombre finalmente—. He visto cosas peores en los parques un
domingo por la tarde. Yo le saco el metal del fondo del wáter. Pero no lo voy a hacer
por dinero.
—¡Lo que sea! —exclamó Paco aliviado—. ¿Qué quiere? ¿Un buen vino? ¿Una caja de
puros?
El hombre negó con la cabeza y señaló a sus tres imponentes perros.
—Verá, para yo poder meter la mano ahí dentro y no sentir que estoy perdiendo mi
dignidad como ser humano, necesito entrar en "modo profesional". Y para eso necesito
el ambiente adecuado. Mi condición es esta: yo subo y limpio su wáter, pero usted tiene
que quedarse aquí abajo paseando a mis tres perros.
—¿Solo eso? —preguntó Paco extrañado.
—No —continuó el paseador—. Tiene que pasearlos, y si alguno de los tres decide que
es el momento de aliviar el vientre... usted tiene que recogerlo con su propia mano,
usando solo una servilleta de papel fina. Si yo voy a sentir el frío del metal en su
retrete, usted tiene que sentir el calor de la naturaleza en la palma de su mano. Es una
cuestión de equilibrio cósmico. O todos nos manchamos, o no hay trato.
Paco miró a los tres mastines, que en ese momento lo miraban a él como si estuvieran
calculando cuánta fibra habían comido por la mañana. Miró después hacia su ventana,
imaginando el brillo burlón de las virutas en el fondo de la taza.
Tras diez segundos de angustia existencial, Paco extendió la mano hacia las correas.
—Deme a las bestias —dijo Paco con voz quebrada—.
El hombre le entregó las correas con una sonrisa enigmática.
—No se preocupe, vecino. Verá que, comparado con lo que le espera a usted en la
próxima esquina, lo mío es un parque de atracciones. ¡Ah! Y un consejo: el de la
izquierda, "Thor", suele tener digestiones... explosivas. ¡Suerte con el tacto!
Y así, mientras el paseador subía al ascensor silbando una melodía alegre, Paco se
quedó en la acera, rezando para que los perros tuvieran el estreñimiento más largo de la
historia canina.
El Reencuentro
Quince minutos después, el portal se abrió y el paseador de perros salió a la calle con la
parsimonia de un monje tibetano. Se sacudía las manos con una toallita húmeda y lucía
una sonrisa de profunda satisfacción espiritual.
La estampa que se encontró en la acera era dantesca.
Paco estaba a diez metros de distancia, sujeto a una farola con un brazo mientras con el
otro intentaba mantener las tres correas tensas. Tenía el pelo revuelto, la cara pálida y
sostenía, con la punta de dos dedos y una mueca de horror infinito, una bolsa de plástico
que parecía contener uranio enriquecido por el cuidado con el que la alejaba de su
cuerpo.
—¡Misión cumplida, vecino! —exclamó el paseador acercándose—. Su wáter está más
limpio que el cristal de una joyería. He sacado hasta el último gramo de ferralla. Un
consejo: la próxima vez, use un imán, que para eso inventó Dios el electromagnetismo.
Paco no respondió. Tenía la mirada perdida en el horizonte, como un soldado que
vuelve del frente.
—¿Y bien? —preguntó el paseador recuperando las correas de sus perros—. ¿Cómo ha
ido la experiencia "orgánica"? Veo que Thor ha sido generoso con usted.
Paco le entregó la bolsa como si fuera una granada a punto de explotar.
—Ese perro... ese perro no es un animal —susurró Paco con voz trémula—. Es una
fábrica de cemento armado. He sentido cosas... he sentido texturas a través del papel
que me van a perseguir en mis pesadillas hasta el día de mi muerte. El calor... el
volumen... ¡Sentí hasta el latido de su metabolismo!
El paseador soltó una carcajada limpia mientras acariciaba la cabeza de Thor.
—Bienvenido al club de los realistas. Ahora, cuando vuelva a subir a su casa y se
siente en su trono de porcelana inmaculada, recordará que la vida es una escala de
grises. Usted tiene el metal, yo tengo el abono, y ninguno de los dos volverá a mirar un
wáter de la misma manera.
El hombre se alejó silbando con sus tres mastines. Paco entró en su portal, subió las
escaleras y, al llegar al baño, se quedó mirando la taza reluciente. Sintió una extraña
paz, pero cuando fue a lavarse las manos, se frotó con tanto ímpetu y tanto gel
desinfectante que, para cuando terminó, sus manos brillaban casi tanto como el
aluminio de su nueva pérgola.
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